Todos nosotros hemos experimentado el acto de cometer pecados sin darnos cuenta. Y, por supuesto, cada confesor/guía espiritual oye con frecuencia, en casi cada confesión, la afirmación por parte del penitente que un pecado en particular fue cometido sin darse cuenta.
—En serio, Padre, ese pecado se ocurrió sin darme cuenta. Fue completamente involuntario. No lo querría hacer y no había pensado hacerlo.—
¿Puede ser sincera, o por lo menos, segura tal afirmación y puede ser verdadera tal declaración?
Foto: xpam-xpicta.ru
Por cierto que, un argumento Bíblico del carácter involuntario de muchos pecados se presenta en el capítulo siete de la epístola de San Pablo a los Romanos. Aquí, el apóstol explica en forma general la naturaleza contradictoria de cómo funciona el alma humana y su relación con la ley de Dios y con el pecado dentro de sí.
—Así que, básicamente no sé lo que estoy haciendo. No hago lo que quiero hacer. Sino hago lo que quiero evitar...Así que llego al momento en que no estoy yo acuando sino el pecado que está colocado dentro de mí. En esta manera, no hago el bien que quiero, sino hago el mal que no quiero. Pero si hago lo que no quiero, entonces, la acción no se decide por mí nada más, sino por el pecado que vive dentro de mí.—
Hay, verdaderamente, pecados involuntarios. Tentaciones repentinas o situaciones inesperadas en nuestras vidas diarias y en nuestras relaciones interpersonales podrían, a primera vista por lo menos, ser factores responsables por un pecado que cometemos sin darnos cuenta.
Pero considerado por otra perspectiva, pecados involuntarios parecerían representar un peligro para la conciencia atenta de gente que está ocupada en la lucha espiritual. El peligro que aquí está merodeando es vinculado indirectamente con el hecho de que somos nostros mismos, quienes frecuentemente son nuestros únicos críticos, quienes revelan, con toda -sinceredad- una de nuestras transgresiones, un fallo, un pensamiento pecaminoso o una duda o deseo que es contradictorio con el nivel espiritual que estamos intentando mantener.
Nosotros mismos evaluamos nuestros pensamientos y acciones y nos aseguramos a nosotros mismos que nuestro pecado era involuntario. Y también, porque pensamos que actaumos de buena fe, intentamos usar los mismos razonamientos para convencer a otros, aun a nuestro confesor, que el pecado era involuntario.
—¿Qué puedo decir, Padre? Estoy asombrado de mí mismo. Es como si perdiera todo control e hiciera algo que no sabía yo, que no era mi elección, que yo no querría.—
En el caso de tales afirmaciones, San Basil es Grande observó: —Personas quienes están impelidos a algún pecado sin quererlo deben saber que, hasta entonces, estaban atados a otro pecado que ya existía dentro de sí mismos, que cultivaron deliberadamente y que ahora están atraídos por este pecado preexistente y están atraídos a lo que no quieren.—
Esta observación por San Basil sacude las fundaciones de cualquier afirmación de lo involuntario que podría ser un pecado porque nos hace cuestionar el extento hasta que un pecado hecho sin darse cuenta podría ser involuntario. ¿Cómo puede estar seguro de que sus pecados involuntarios son de verdad involuntarios y no los vástagos naturales de un pecado preexistente y ya cometido voluntariamente? ¿Verdaderamente, quién entiende sus transgresiones?
Personas familiarizadas con los Padres resuelven este problema venciendo los argumentos hechos por sí mismos en pecado. Porque saben del peligro que puede merodear en este patrón de pensamiento de la naturaleza involuntaria de un pecado, están vigilantes contra eso por reconocer (en cada momento y por todos lados) que lo pecaminoso de sus seres es absoluto y personal y es el estado natural de su vida espiritual.
En otras palabras, creen totalmente, en una manera que no tolera argumentos, que son las personas más pecaminosas de toda la gente nacida después de Adán. Esta conciencia de lo pecaminoso se expresa con claridad y lucidez carismática en la troparia del Gran Canon, que corresponde precisamente a la confesión de San Pablo —de quienes soy el primer—. —No hay pecado ni acción ni maldad en esta vida, Salvador, que no he cometido en pensamiento, en palabra, y en intención. He pecado voluntariamente y por mis obras como nadie lo ha hecho antes.— —Si miro mis obras, Salvador, veo que he superado los pecados de todos otros porque sabía lo que estaba haciendo y no era ignorante.— —Me caigo a Sus pies y ofrezco estas palabras como lágrimas: He pecado como lo hizo la ramera y he transgredido como nadie más en la tierra.—
Con tal conciencia de lo totalmente y personalmente pecaminoso que son, tales personas limpian sus mundos interiores con la certeza del Espíritu Santo y así están liberados de pensamientos inútiles y aun peligrosos que oscurecen en vez de iluminan la realidad de su estado personal de pecado. —Porque Él sabe las cosas escondidas en el corazón.—
De hecho. Según San Maximos el Confesor, sólo Dios entiende que no podemos ver hasta las profundidades de nuestras almas. Es Él quien ve y juzga con imparcialidad todas nuestras acciones. Aun —el movimiento escondido del alma y el impulso invisible.— Él solo entiende las causas y razones detrás de estos movimientos escondidos del alma y —el fin de cada cosa antes concebida.—
Esta es la verdad. ¿Hasta cuál punto puede un pecado involuntario ser verdaderamente no deliberado en la opinión de Dios?
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